Había empezado a leer la novela unos días antes. La eligió en una librería de la Avenida Corrientes sin siquiera pispear la contratapa. Todo parecía adecuado: unas 600 páginas, tapa dura, tipografía grande pero elegante. Además, no tenía tiempo para averiguaciones, ya le quedaban pocas páginas en la última entrega de la trilogía “Caballo de Fuego”.
Los primeros capítulos fueron duros, siempre le costaban un
poco hasta que se aprendía los nombres de los personajes y se enganchaba. Para
colmo le tocaron varios días de subte insanamente repleto, por lo que llegaba a
leer unas míseras dos páginas en todo el trayecto, siempre que pusiera los
codos un poco en punta. Pero ese martes podía darse el lujo de retrasarse un
poco. Parada en el andén, sintió el viento por la espalda de la formación que
llegaba en dirección contraria. Divisó un buen asiento por la mitad, lejos de
las puertas por donde podía subir una
embarazada o algún viejo lastimoso, y dejó caer su humanidad con gusto. Contaba
con unos extensos cincuenta minutos de plácida lectura.